lunes, 31 de octubre de 2011

Leyenda de los vientos de Lídimel.


                En un invierno no tan cálido como éste, ocurrió. Los testigos son apócrifos y los supersticiosos se multiplican de acuerdo el tiempo germina el poder de ciertos acontecimientos que pueden no ser considerados naturales. En esta ciudad, donde viborea un arrollo custodiado por piedras, cemento y Fortex, es donde Lídimo, el verdulero de barrio Suarez, retorna a su casa, un jueves a la madrugada. Satisfecho, en su carro ostentoso, retorna a la cama que comparte con la madre de su hijo. Su mano firme disfruta de la fría textura del cuero de su volante mientras el oro de su muñeca brilla contundente, custodiado por el éxito que puede respirarse en el ambiente.
                Este verdulero, agraciado por la fortuna, dueño de un paraíso de estrategias y moderados modismos, es popular en el barrio donde reside; sin ser amado, disfruta de un respeto, ganado por la buenaventura que ostenta, que le ofrecen los vecinos. Ciertas mujeres ofrecen su femenino sexo intentando, como parásitos, refugiarse bajo su armadura; pero solo una mujer es madre de su único hijo varón. Con cualquier otra se permite disfrutar del sexo; tan solo con una se ata a cumplir con obligaciones. Y justamente, vuelve, esta noche que les menciono, de un hotel, donde estuvo con una de sus gentiles amantes. Metió su pija en su boca, en su vagina y, por último, se corrió dentro de su ano. Salieron del hotel y le dio cien pesos argentinos al chofer del taxi para que la llevara, a su amante, a su domicilio; en barrio Suarez. Él subió al Bora y se encaminó de regreso.
                Sobre la Julio A. Roca, de súbito, lanza el coche contra el cordón de la vereda y aparca el vehículo. Puede resultar difuso y confuso esta reacción. Si fuesen las siete de la mañana, quizá, podría resultar que tiene intenciones de entrar al after del boliche Zen, el cual se camufla bajo un pequeño cartel de “se alquila”, pero recién son las tres de la madrugada y su propósito es mucho más vil.
                Cuando el motor se detiene, el verdulero, se baja del carro y cruza la calle. Se dirige hacia un reparo oscuro y desolado. Allí, envuelto en harapos, se protege del frío, un angustiado vagabundo. Se detiene frente a él y le contempla con desprecio. Se llena de ira y genuino, le golpea sin miramientos.
                El vagabundo se encontraba escribiendo, para ser más preciso, se encontraba traduciendo unos garabatos, escritos por un idiota, al castellano. Sin ofrecer resistencia física, recibe los golpes de su agresor y se tiñe su noche de rojo, manchando así, las páginas de su cuaderno. Humanamente se retrae, pero melancólico, agita las alas que ya no posee, intentando protegerse.
                El aleteo desesperado de las alas, que ya no otorgan las posibilidades pasadas, desatan un viento que, junto al polvo de la sociedad, desestabiliza al despreciable verdulero de barrio Suarez; este retrocede aturdido y próximo a su coche, caminando hacia atrás, se abandona, cobardemente, precipitándose contra el duro asfalto de la conservadora ciudad de Córdoba. Su cabeza se apoya en el asfalto, justo detrás de la rueda trasera de su carro. Y sin una explicación coherente, el anclaje del moderno carro se desactiva y, por la pendiente del terreno, el carro se mueve hacia atrás. La cabeza de Lídimo es aplastada por la rueda de su ostentoso vehículo. El vagabundo se aleja triste del lugar sin dejar rastros. La mancha de sangre que nunca se borró, permanece, aun hoy, cerca del cordón de la vereda.
                Desde entonces, cuando un vulgar viento ataca a gárgolas y nocturnas criaturas, significa que Lídimo exige una reverencia. Un reconocimiento al recuerdo vivo de su memoria. Los devotos dibujan, con sus pies izquierdos, el símbolo de infinito con dos puntos dentro. Así, Lídimo se reconforta y los Vientos de Lídimel se apaciguan, dejando tranquilos, tan solo por esa noche, a los miserables que no son merecedores de vivir  y respirar en su oscura noche.

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